Biografía  y vida 
de Jacobo Cortines.

No fue la nostalgia por Edipo, como en un momento pudo pensar éste, la causa de la muerte de Pólibo, sino su avanzada edad. Cumplía así su destino de fenecer de muerte natural,  del mismo modo que Layo ya lo había hecho a manos de  su hijo, él mismo, que permanecía en las sombras de la ignorancia. Unas sombras que en un principio tenían la apariencia de la felicidad: el lecho de una reina viuda, su madre, como premio a su triunfo sobre la Esfinge; el nacimiento de cuatro hijos, fruto del ignorado incesto; y el amor y respeto de la ciudad de Tebas. Pero esas sombras empezaron a hacerse irrespirables con el estallido de la peste.  El aire se volvió impuro, y aquel que se presentaba como el hijo de la fortuna, el primero entre los hombres, empezó a ver la infelicidad de los que le rodeaban, hasta que poco a poco fue comprobando que él, y sólo él, era la causa de la general desgracia, para convertirse luego en el más desgraciado y digno de compasión de todos los mortales. Este proceso de  desenmascaramiento, de paso de la dicha a la desdicha, de voluntad de conocimiento por encima de todo miedo y de todo dolor, es la terrible historia de ese Edipo Rey  que en manos de  Sófocles adquiere una vigencia permanente y una perfección inigualable. Todo va sabiamente dispuesto para que el sistema de errores desemboque en la dolorosa verdad. 

‘La plaga de Tebas’, Charles Francois Jalabert, 1842.

La peste es la primera gran metáfora de la impureza,  la manifestación de que el parricidio y el incesto no pueden ser por más tiempo, aunque Edipo los ignore, motivos de  su bienestar. El tiene la obligación de indagar la verdad, de conocerse a sí mismo, de revisar su pasado más allá de premios y placeres para llegar a saber quién es en realidad. Y esto es lo que llevará  a cabo con inquebrantable decisión. Entre nubes de incienso,  ramas de olivo, cantos de súplica y gemidos, Edipo sale de su palacio para enfrentarse con la situación. Llega Creonte como portador de la orden del oráculo:  hay que  expulsar la mancha que está empozoñando la ciudad. Después acude Tiresias, en quien es innata la verdad , y le lanza a Edipo la temible acusación: “tú eres el azote impuro de esta tierra”. El mecanismo se ha puesto en marcha. Edipo interroga a unos y otros, pero sobre todo a sí mismo. Es un hombre acuciado por el miedo, pero dispuesto a enfrentarse con lo indecible, al contrario de su madre y esposa Yocasta que opta incluso por la impiedad -la negación de la revelación divina- antes que renunciar a su deseo. Edipo, sin embargo,  es pura agitación y, cada vez que intenta apaciguarse, da un paso hacia la catástrofe. Se reconoce  primero como el asesino de Layo, pero no cree que éste sea su padre. Después comprueba que Pólibo no fue el que le engendró; más tarde que es tebano; que su mismo nombre Edipo, “pie hinchado”, responde a la historia que le cuenta el pastor que le salvó de morir en los desfiladeros del Citerón. Edipo está a punto de descubrir toda la verdad y Yocasta trata de impedírselo: “¡Qué nunca llegues a saber quién eres!”. Pero ese ruego de Yocasta no impedirá a Edipo llegar hasta el final. El silencio que  sucede a ese tenso y último diálogo entre madre e hijo presagia los trágicos acontecimientos que se desencadenan. Yocasta, visiblemente alterada, porque ella antes que Edipo y contra su voluntad ha llegado a conocer la  temida verdad, desaparece de la escena para darse muerte a sí misma. Entretanto Edipo continúa con su imparable introspección. Le queda solamente la última prueba que oye de labios de un anciano servidor de Layo. Todo está cumplido. El se sabe impuro y cuanto ven sus ojos no es más que impureza; por eso arranca los broches del vestido de su madre y se golpea  con ellos las cuencas de los ojos hasta quedar ciego para el resto de su vida. La verdad ya para siempre en la sombra de su ceguera. En medio de la consternación general y tras despedirse de sus hijas, Edipo abandona Tebas para llevar como el peor de los hombres una vida errante de expiación. A partir de su ejemplo es difícil hablar de la felicidad humana.

Edipo en Colono, de Fulchran-Jean Harriet (1798).

El mensaje de Sófocles, clarividente y doloroso, tuvo sus seguidores, empezando por el mismo tragediógrafo que a las puertas de su muerte escribió ese prodigio de serenidad y lirismo que es Edipo en Colono, donde se  cuentan los últimos días del ciego y viejo Edipo, que pasa de ser un castigado a un elegido y que muere como héroe para ejercer desde su tumba un influjo protector.  Pero Edipo como mito nació mucho antes que Sófocles lo universalizara. Ya en la Odisea  (XI, 271-280) se hace una breve mención de la trágica historia de Edipo y Epicasta, que es como entonces se la conocía. Posterior a la epopeya homérica, es  uno de los poemas del denominado “Ciclo épico griego”, la Edipodía,  atribuido al poeta espartano Cinetón (siglo VIII a. de C. ),  que recogió la leyenda del ciclo tebano y la trasmitió a la tragedia.  Asimismo se sabe que Esquilo escribió una trilogía sobre el  tema: Layo, Edipo  y Los siete contra Tebas, de la que sólo nos ha llegado completa la última. También  que Eurípides acudió al mito para sus tragedias Edipo, hoy perdida, y las Fenicias, cuyo hilo argumental es el de Los siete contra Tebas, pero donde intervienen activamente otros miembros de la estirpe de los Labdácidas, entre ellos Edipo, obra que habría de influir en la última pieza de Sófocles. 

La tragedia griega siguió siendo fuente de  inspiración para la literatura posterior. Así en Roma, tomado directamente del modelo de Sófocles, encontramos el Edipo de L. A. Séneca y,  tras el largo paréntesis medieval, cobra el mito nueva vigencia en el Renacimiento con  la tragedia en verso Edippo, de Giovanni Andrea Dell´Anguillara , para  multiplicarse luego en otras versiones de escritores de diferentes épocas y países: Corneille, Dryden, Voltaire, Guillard, Niccolini, Martínez de la Rosa, Hoffmannsthal, hasta llegar al Oedipus Rex  de Cocteau y Stravinsky. Y larga era también la tradición musical de Edipo. Aparte del papel que tuviese la música en la tragedia clásica,  sólo para el Edipo Rey de Sófocles escribieron música escénica, entre otros, Purcell, Mussorgsky  y Leoncavallo, este último una ópera estrenada en Chicago en 1920. Cocteau y Stravinsky partían, pues, de una asentada tradición  que en la década de los veinte se renovaría con gran originalidad.

Según las Crónicas de mi vida, Stravinsky, tras terminar su Sérénade,  sintió la necesidad de ocuparse en  la composición de una ópera u oratorio de gran argumento, y ninguna época  como la Antigüedad clásica podía ofrecérselo. La lengua empleada sería el latín, una lengua muerta, petrificada, adecuada para la expresión de lo sublime. Esa era la idea que comunicó a su amigo Cocteau, que poco antes había llevado a cabo una adaptación muy del gusto del compositor de la Antígona de Sófocles.  De común acuerdo,  Stravinsky y Cocteau escogieron la historia de Edipo para el secreto homenaje que dedicarían a Diaghilev al cumplirse veinte años al frente de su compañía de  los Ballets Rusos. Bajo las indicaciones del compositor, si aceptamos la sinceridad de las Crónicas, el escritor realizó una inteligente labor de síntesis de la pieza de Sófocles,  una “fotografía”,  reduciendo a lo esencial el complicado mundo del protagonista, lo cual si por una parte  constituye una pérdida de la emoción  en el desarrollo del original, por otra el nuevo texto, concebido como soporte para la expresión musical, es de una intensidad de extraordinaria eficacia. Cocteau prescinde de algunos personajes secundarios: del sacerdote de Zeus que interviene al comienzo de la obra griega, como también de uno de los mensajeros, y limita las intervenciones de los  otros, especialmente de Creonte y de Yocasta, para centrarse en  el diálogo entre Edipo y el Coro. En compensación de estas reducciones, crea el personaje del narrador (mucho después Stravinsky se mostrará  en desacuerdo con el hallazgo, según  los Diálogos  de 1963),  que tendrá un papel hablado, como manera de unir las diferentes escenas, seis en total, distribuidas de tres en tres en los dos únicos actos de su versión, y como forma también de distanciar al espectador ante esos cuadros estáticos de una objetiva simetría. No hay, pues, más allá de esta transformación genérica, de tragedia, para ser leída o representada, en ópera-oratorio, para ser vista y escuchada,  intervenciones interpretativas que desvirtúen el mensaje original. Años más tarde sí lo haría Cocteau  en su pieza de teatro La máquina infernal (1934), donde ofrece una una personal visión del mito, muy fiel en esencia al espíritu griego, pero al mismo tiempo muy impregnada de interferencias inequívocamente modernas.

Director: Kirill Petrenko conductor .Berliner Philharmoniker, Rundfunkchor Berlin

El propósito de Stravinsky no era ni una incursión en la arqueología, reconstruir lo que pudiera ser la tragedia antigua, ni una actualización de la misma, sino la expresión atemporal de un mito que por su peremne verdad no necesitaba ni de una vuelta atrás ni de un paso adelante.  Una empresa arriesgada que no fue comprendida en sus primeras representaciones y que le ha granjeado a la pieza un cierto malditismo, pero que con el paso del tiempo va conquistando el lugar que le pertenece: una de las producciones más originales y auténticas de teatro musical del pasado siglo.

A principios de 1926 Stravinsky recibió la traducción latina del libreto de Cocteau , realizada por el más tarde cardenal Jean Daniélou. Un texto, a su parecer, perfecto por encontrarlo reducido a puro significante, a materia únicamente fonética, que le permitía descomponerlo a su voluntad basándose en la sílaba, como los maestros antiguos, lejos del sentimentalismo e individualismo.  Si la tragedia de Sófocles era  un documento religioso, un drama de revelación, un “misterio” en cierto modo, nada mejor que el empleo de una lengua ritual.  Stravinsky realiza su Oedipux desde una concepción convencionalmente antirrealista. No hay acción sino sucesión de escenas estáticas; más que personajes son máscaras hieráticas, como inmóvil es el coro; sólo el narrador, como elemento anacrónico, aparece y desaparece mientras los demás permanecen en escena tal si fueran figuras de cera . Una gran naturaleza muerta que cobra vida gracias a una música heteróclita que, como se ha señalado, va de Händel a Verdi,  del  Medioevo a Meyerbeer, con una voluntad, por usar expresiones orteguianas, de objeto distante, de concentración hacia fuera, de localización externa a nuestro yo, pero que sin embargo, o tal vez por ello mismo, provoca el interés hacia sus sonidos, e incita a penetrar en ese  edificio musical construido con todo rigor, que quiere a su vez ser expresión del mensaje trágico.  Por muy “glacial” que se pretenda el drama,  el espectador asiste sobrecogido a la trasposición  en ritmos rígidos del mecanismo de errores que Sófocles había formulado en su pieza; porque es Sófocles el verdadero punto de partida de la versión de Stravinsky en la que Cocteau-Daniélou son meros intermediarios. Las tres ideas básicas del drama original: la revelación de la verdad, la purificación del error, y la  constatación de la caducidad de la felicidad humana, hallan en este nuevo Oedipus Rex, de reducidas aspiraciones en su representación -sobriedad en los decorados y menos de una hora de duración-,  la permanencia más allá de los desafíos del tiempo.

Cerámica pintada con figuras rojas, alrededor del 470 A.C

La obra se estrenó en 1927, en el mítico año en que los jóvenes poetas españoles se reunieron en Sevilla para homenajear al más riguroso de los arquitectos del verso: el enigmático e irreprochable Góngora, en quien  teóricos y creadores veían plasmadas las exigencias de la nueva estética. Stravinsky era uno de sus grandes adalides y su Oedipus una prueba contundente.  Después,  como el legendario héroe,  continuó con su vida errante, pero no ciego sino con los ojos bien abiertos, atento ante las diferentes tendencias,  en busca  siempre de  perseguir y renovar su verdad . También como de la tumba del héroe entre los ruiseñores del bosque, de la del músico  han de desprenderse benéficos  influjos entre los rumores del Adriático.

Jacobo Cortines (de El diablo en el cuerpo)