Como en el caso de Don Juan, la poligénesis de Carmen plantea numerosos problemas a la hora de abordar al personaje. Ni el Burlador ni la Cigarrera, en su dimensión de mitos contemporáneos, son creaciones debidas a una autoría singular, sino a la suma de varias de procedencias muy diversas en tiempo y espacio, lo cual dificulta en extremo la delimitación de sus características, cuando no se incurre en contradicciones insalvables. Al hablar de Don Juan, ¿a quién se hace referencia? ¿Al protagonista de la “comedia” áurea? ¿Al héroe de Molière, Mozart, Zorrilla, o tantos otros? Y lo mismo cabe preguntarse con Carmen. ¿Se trata del personaje del relato de Mérimée, o del de los libretistas Halévy-Meilhac, o del de la música de Bizet? ¿Es la Carmen de la ópera la misma que protagoniza la complejidad simbólica de la actual ensayística? Creo muy difícil que la Carmen de Mérimée hubiera alcanzado por sí misma la universalidad de la que goza en la actualidad ese imaginario mítico al que denominamos con el mismo nombre. Y no lo digo en demérito del escritor francés, cuyo récit, aparecido en la Revue des Deux Mondes, en 1845, es una obra maestra de la narrativa mundial, y, por tanto, de una perennidad sin tachas. Pero el personaje allí formulado por primera vez es demasiado extremo, más por sus sombras que por sus luces -en todo caso luciferinas-, como para convertirse en símbolo de la libertad femenina, que es uno de lo valores más reivindicados en nuestros días.

Lejos de Mérimée tal reivindicación. Basta recordar la cita del poeta epigramático Páladas (s. IV-V d. C.), que figura al frente del relato: “Toda mujer es hiel. Pero tiene dos momentos buenos: uno en el tálamo; el otro, al morir”, para entrever las misóginas intenciones del novelista. En el original griego la paronomasia formada por los términos talámo /tanáto potencia la identificación entre erotismo y muerte, muy presente a todo lo largo del relato. Mérimée no se anduvo con contemplaciones, y ofreció a sus lectores una historia amarga, sensual y fatalista; una especie de ajuste de cuentas con su peculiar concepción de la feminidad. Su Carmen es una mezcla de seducción, belleza salvaje, lascivia, ternura incluso, violencia y egoísmo, que conduce inexorablemente a la destrucción de cuantos están a su alcance y de ella misma. Mérimée no se limitó a formular una variante más de la mujer fatal , sino que renovó esa tradición, muy arraigada en Francia desde “la belle dame sans merci” de los provenzales hasta sus contemporáneos, pasando por Racine o el abate Prevost, cuya Manon Lescaut (1733) anticipa algunos rasgos de las futuras fatalistas románticas, así como también la Mariquita de la comedia Una mujer es un diablo, del propio Mérimée, en su Teatro de Clara Gazul (1825), preludia burlescamente la Esmeralda de Notre-Dame de París de Victor Hugo (1831) o aspectos diabólicos de la personalidad de Carmen.
La turbia atmósfera que en la narración rodea al personaje y su inherente nihilismo no eran los elementos más propicios para una adaptación teatral y menos en el escenario de la Opéra-Comique con las subsiguientes limitaciones. Por eso el paso del discurso narrativo al dramático-musical se presentaba como un complejo proceso cuyos resultados finales han sido calificados de muy diversas maneras. Para unos la operación de Halévy-Meilhac fue una auténtica carnicería, salvada en último extremo por la maravillosa música de Bizet; para otros, sin embargo, la labor de los libretistas consistió en una cirugía estética que favoreció la nueva imagen de la heroína a cuya difusión contribuyó decisivamente el compositor. El cambio de género supuso una transformación del personaje, la primera gran metamorfosis desde su nacimiento como criatura novelesca. Habían pasado treinta años. Mérimée había muerto y desde París se veía con nuevos ojos esa exótica España, cuya quintaesencia era Sevilla.

Lo primero que desapareció en el proceso de adaptación a las tablas fue la figura del narrador. Lógicamente en el nuevo código lingüístico no era necesario ningún intermediario entre los personajes y los espectadores. La comunicación, visual y auditivamente, era directa entre ellos. Esto conllevaba la supresión de cualquier punto de vista que se impusiera a la presentación de los hechos, ya fuera el de la visión del arqueólogo -viajero que relata la historia, ya el de uno de los personajes que, como Don José en el capítulo III, diese su versión de los otros, especialmente de Carmen, condicionando con su convincente retórica tanto al testigo de su confesión como, en última instancia, al mismo lector. Pero desde el escenario ya no sería así. Cualquier espectador podría juzgar lo que sus ojos veían y, en consecuencia, hacerse una idea de quiénes eran unos personajes y otros y por qué ocurrían las cosas de una manera y no de otra. Esta libertad de juicio, estos múltiples enfoques, es lo que habría de llevar a un enriquecimiento en las interpretaciones. La subjetividad de los espectadores podría descubrir aspectos que incluso para los propios creadores no habían quedado conscientemente explícitos.
Sin duda alguna, Halévy y Meilhac leyeron bien el texto de Mérimée, tan bien que se percataron de que esa crónica negra no podía subir al escenario de un teatro burgués con la crudeza con la que había sido presentada por el autor. Era impensable que tales espectadores admitiesen que Carmen fuese una mujer casada, como lo era en el relato, y que además ejerciera la prostitución. Tampoco podía ser una declarada hechicera con pactos con el diablo, cuando no era el mismo demonio encarnado en una turbadora belleza, ni una ladrona, ni una instigadora al crimen, acción para la que no encuentra freno alguno cuando tiene la ocasión de acabar con la vida de su propio marido García el Tuerto. La nueva Carmen, la prima donna de una ópera, por muy “cómica” que fuera la etiqueta, tenía que ser en buena parte diferente; ni tan diabólica, perversa, cruel, ni tan exageradamente inestable en cuanto al humor y a los sentimientos, aunque sin renunciar del todo a su personalidad, al carácter que la había hecho famosa entre un buen puñado de lectores gracias a las ediciones que se iban sucediendo. Había, pues, que buscar un equilibrio entre la que fue y la que iba a ser. La nueva ópera conservaría los tres grandes temas implícitos en la narración: el amor, el destino y la muerte.
No había inconveniente en que Carmen siguiera siendo una gitana, antes bien esta condición racial y esta pertenencia social a la marginalidad facilitaban para el público la credibilidad del renovado personaje; porque en la ópera no se cuestiona para nada la adscripción a tal etnia, mientras que en el relato sí se pone en duda su gitanismo, por la peregrina razón de que era demasiado guapa para ser gitana, y se deja abierta la posibilidad de que fuera una navarra de Echalar, robada de niña por unos gitanos y llevada a Andalucía, de ahí su conocimiento del vascuence. No vamos a entrar aquí en si Mérimée la creyó o no gitana auténtica. Desde la más elemental antropología un personaje de esas características, sobre todo en el comportamiento amoroso, poco tiene que ver con el mundo gitano, pero Carmen no pertenece a la Antropología, sino a la Literatura y a la Música, y es desde estas perspectivas desde las que hay que explicarse su supuesto gitanismo. Como otras criaturas literarias, Carmen es gitana por imperativos de exotismo, como “proyección fantástica de una necesidad sexual”, según la definición de Mario Praz. Del mismo modo la Literatura, antes que otras disciplinas, explica que Carmen fuera una eventual operaria de la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla, más singular que las anónimas que figuraban en las crónicas de los viajeros románticos y en las páginas de los costumbristas españoles, y que finalmente fuese contrabandista, una profesión que para el alma romántica pertenecía al ideal reino de la libertad.
Aparte de la dulcificación que supone despojar a Carmen de sus tintes más negros y presentarla ante los espectadores con una faz notablemente humanizada, los libretistas quisieron limitar su labor de adaptación sólo al tercer capítulo de los cuatro que conforman el relato. Claro que el mencionado capítulo, la confesión oral de Don José en vísperas de su ejecución por garrote vil, es con mucho el más importante, ya que los dos primeros en cuanto presentación de los personajes, Don José en el I y Carmen en el II, son una preparación para este III, y el último, añadido en una posterior redacción, no tiene otra misión que mitigar la carga emocional del precedente, para lo que se recurre a unas distanciadoras disquisiciones pseudoeruditas sobre la vida de los gitanos.
La creación de Micaela es una de las grandes aportaciones de los artífices de la ópera a la nueva versión de Carmen. Algunos han juzgado dramáticamente inútil la inclusión de su figura, pero Micaela juega un papel importante en la historia , no tanto por ella misma, que es la convencional imagen de la bondad y la pureza, la casta novia, sino por las relaciones que se derivan de su presencia, ya sea por contraste con Carmen, por sus lazos con Don José, ya por ser la proyección o el doble de esa posesiva madre, que es otra de las contribuciones decisivas de la ópera. Esas nuevas presencias, una dentro del escenario: Micaela, y la otra, aunque en cierto modo omnipresente, fuera de las tablas: la madre, complican las relaciones sentimentales entre la pareja protagonista. Don José no está, como en el relato, solo frente a Carmen; no se trata, pues, de la historia entre un hombre y una mujer, sino la de un hombre entre mujeres. La madre, Carmen y Micaela, las tres y cada cual a su manera, se disputan la posesión de Don José. Después una de ellas, la menos convencional y más libre, Carmen, intentará zafarse del objeto seducido, pero ya será tarde. Su destino era Don José: su propia muerte.
Si recurrimos a la Etimología, también esta ciencia puede aportar algunos datos para el mejor conocimiento de la relación entre esos cuatro personajes. Micaela deriva de Miguel, nombre del arcángel enemigo del diablo, que es como ven a Carmen los ojos de los otros. Es la sensualidad, la capacidad de seducción, lo que lleva a una identificación semejante. Carmen, además de canto y encantamiento, significa jardín, huerto o viña, y desde el tiempo del Cantar de los cantares el jardín, la viña florecida, ha sido representación del cuerpo de la mujer, metáfora del amor en su plenitud, que no excluye la realización carnal. Por otra parte, José remite al patriarca de la Familia, donde únicamente falta la Madre, que no necesita de nombre propio. Queda así formulado uno de los núcleos del drama: el choque entre el hogar fundacional y una concepción individualista de la existencia. Incluso la misma vestimenta de los personajes refuerza esta dialéctica. Micaela luce el color azul, propio de la Virgen; Carmen, por el contrario, ostenta el rojo, el color del fuego procedente de los infiernos; el uniforme de don José es amarillo, lo que le llevará a Carmen a identificarlo con un canario, imagen de la ingenuidad; en cuanto a la madre, es de suponer que iría de negro, de luto, como renuncia a los placeres de la vida.
El atuendo que lucía Carmen en el primer encuentro con Don José fue uno de los elementos del relato que en apariencia los libretistas quisieron respetar al máximo, pero curiosamente no lo reprodujeron en las acotaciones. Se limitaron a señalar el traje y la entrada como los indicados por Mérimée, aunque sí aludían al ramo de casia y a la flor en la boca. La elusión del vestido y la forma de entrar no parece gratuita. Una vez más los libretistas ejercieron una censura sobre el texto original, a pesar de que remitieran a él. Una sutil manera de negarle a la nueva Carmen su primitiva imagen. Creo que merece la pena reproducir la descripción de Mérimée para entender por qué no se quiso explicitar, evitando así que Carmen apareciera de manera tan provocadora ante el público: “Llevaba una falda roja muy corta que dejaba ver unas medias de seda blancas con más de un agujero, y bonitos zapatos de tafilete rojo, anudados con cintas color de fuego. Apartaba la mantilla para descubrir los hombros y un gran ramo de casia que sobresalía de la camisa. Tenía también una flor de casia en la comisura de la boca y avanzaba balanceándose sobre las caderas como una potranca de la remonta de Córdoba”.

Salir a escena con las medias agujereadas, comparándosele con una yegua en celo, no parece que fuera a ser del agrado de las cantantes, como de hecho así ha ocurrido. Ellas siempre han preferido presentarse ante sus admiradores mejor trajeadas y con modales menos violentos, aunque la flor no podía faltar. Lástima que no siempre se haya respetado el que sea una casia y en su lugar se opte por un clavel rojo u otra especie meridional considerada de las típicas, porque la flor de casia no es una elección caprichosa. Como especie poco frecuente en Andalucía, adquiere una significación de rareza que la conecta muy estrechamente con el origen oriental con el que se quiere caracterizar a la protagonista. La casia es una variedad del cinamomo, cuyo aroma sensual remite a las nupcias orientales, tal y como se cita en la boda por antonomasia: la del Cantar de los cantares. Se ha dicho que el concepto amoroso que revelan expresiones tales como las del “pájaro rebelde” o el “niño gitano” significa una revolucionaria novedad que se opone frontalmente al código de amor de Occidente, pero quienes sostienen esta teoría parecen olvidar que fue la propia civilización occidental la que desde los tiempos de Anacreonte y Ovidio ha lanzado esa concepción del amor como una fuerza alada y caprichosa por encima de otras leyes que rigen los destinos humanos. El neopaganismo del siglo XVIII revitalizó esta concepción lúdica con su imaginería de amorcillos alados o de inquietas mariposas. Esa herencia la recogió la centuria posterior y sigue vigente en la actualidad. A quien sí se opone esa concepción amorosa es a la cristiana monogámica, que no es la única de Occidente, y aunque no lo parezca, como ya apuntamos, a la gitana, cuyo código no tolera en absoluto el adulterio femenino.

Fue un indudable acierto de la ópera la fusión entre amor y tauromaquia, pues en el relato apenas esa conexión estaba esbozada. En las páginas finales de su confesión cuenta Don José cómo Carmen conoció al picador Lucas y mantuvo relaciones con él para hacer negocios. En la ópera Lucas es sustituido por Escamillo, un picador por un torero a pie. El personaje de Escamillo cumple en relación con Don José una función semejante a la de Micaela frente a Carmen, la de sotolinear los contrastes. Si hemos de creer las palabras de Carmen, jamás amó a un hombre como a Escamillo; es por lo menos lo que le dice cuando lo encuentra en el acto IV antes de entrar en el coso. Carmen aparece, pues, enamorada por segunda vez en la ópera. La primera fue de Don José, según confiesa al Remendado y compañía en el acto II, aunque en el escenario el espectador no tiene la oportunidad de comprobarlo, ya que no hay ninguna escena de amor pleno. La alegría de la enamorada Carmen por la llegada de Don José en ese acto se ve pronto desvanecida por la reacción de éste al escuchar el toque de retreta. Si hubo amor, ilusión, por parte de Carmen, súbitamente se ha transformado en odio, en decepción, y ella se burla de él y lo humilla. Cuando entonces Don José le canta la “canción de la flor”, donde le declara su apasionado amor, Carmen le pide como prueba que se la lleve a la montaña montada en la grupa de su caballo. Tal petición remite al famoso grabado de Gustavo Doré “Contrabandista de Ronda y su maja” aparecido en la revista Le Tour du Monde, como ilustración del Viaje por España (1862-1873) del barón Charles Davillier. Ese Viaje no podía ser desconocido para los libretistas que hicieron que su Carmen soñara con encarnarse en el personaje representado. En ese mismo Viaje se afirma además que “La cigarrera andaluza es un tipo que puede muy bien confundirse con otro tipo conocido: el de la maja. Esta se ve en las ferias y romerías, en las corridas de toros, en los tendidos de sol y sombra, vestida con la mantilla de tira orlada de terciopelo negro y un traje de colores chillones con muchas filas de volantes”. A ese tipo de atuendo corresponde el “vestido resplandeciente” que lleva Carmen en su encuentro con Escamillo en el acto IV. Carmen, siguiendo los patrones literarios y pictóricos, tenía necesariamente que enamorarse de un torero, de un triunfador que fuese la admiración de las tabernas, como se representa en otra ilustración de Doré, “El relato del torero después de la victoria”, en el mencionado Viaje. Estas “coincidencias” ( y muchas otras que por razón de espacio no podemos aquí señalar) conducen a interpretar a Carmen no como una ópera realista, ni tampoco naturalista, sino como el resultado de un proceso de intertextualidad donde se entrecruzan discursos literarios, pictóricos y musicales.

Carmen en la ópera deja de ser el personaje marginal de Mérimée para convertirse en una heroína de amor que está dispuesta a dejarse matar por seguir la llamada del amor. La actitud frente al amor es lo que diferencia más al personaje de la ópera frente a su homónima novelesca. En la ópera Carmen es una mujer enamorada, primero de uno y después de otro, sucesivamente monógama, mientras que en el relato puede que no haya amado, a lo sumo un instante, a ninguno de los múltiples hombres con los que ha mantenido alternativamente relaciones sexuales. Es ella misma quien poco antes de morir en el relato le confiesa a Don José cuando le pregunta si quiere a Lucas: “Le he querido, sí, un instante como a ti, quizás menos que a ti. Ahora ya a nada estoy apegada, y me odio por haberte querido”. Esa incapacidad para el amor es, por otra parte, el aspecto más diabólico del personaje de Mérimée, pues el signo del diablo es precisamente su imposibilidad de amar. De aquí que las circunstancias que rodean las muertes de las protagonistas en el relato y en la ópera sean muy distintas. En el primero el escenario elegido son los montes de Córdoba, una garganta solitaria en concreto. Allí Don José detiene su caballo y Carmen salta de la grupa. Ella ha reconocido que ese será el lugar de su ejecución porque así está escrito, y con el puño en la cadera desafía al desesperado Don José que no consigue convencerla de que inicien una nueva vida en América para salvarse juntos. Antes de seguir con él, prefiere morir, y acepta como romí (esposa) que la mate su rom (esposo). Arroja a la maleza el anillo regalado por Don José, para indicar que ya no existía vínculo alguno entre ellos y cae al segundo navajazo, dado con el arma del Tuerto, el antiguo marido, a quien Don José había asesinado tiempo atrás. El ojo negro (no los ojos, según la tradición de “las tapadas”) de Carmen le mira fijamente hasta que se nubla y cierra. Don José la entierra en el bosque siguiendo el deseo de ella, tantas veces expresado en vida, de querer ser sepultada en un bosque. No deja de ser significativo que el bosque desde la Edad Media fuese el lugar reservado para las hechiceras. Y tras cavar la fosa con la misma navaja, Don José galopa hacia la lejana Córdoba para entregarse en el primer cuerpo de guardia.
El escenario de la muerte en la ópera no es el de la soledad, sino el de la fiesta, a pocos pasos donde otro ojo negro (¿el del toro, de la mujer, ambos?) mira al diestro mientras torea. La elección de otra plaza de Sevilla produce un efecto de perfecta simetría con el primer acto, pero no son sólo razones de carpintería teatral las que aquí subyacen. Carmen, la nueva heroína de la libertad individual, tenía que morir en la famosa ciudad del héroe del individualismo: Don Juan. Ambos personajes habrían de quedar para la posteridad estrechamente vinculados a esa imaginaria Sevilla, espacio donde proyectar las más variadas fantasías. La Carmen que murió en Sevilla le ganó la partida a la que pereció en las soledades de Córdoba.
Después de su polémico estreno, aquel 3 de marzo de 1875, Carmen se fue para Viena y luego para Londres, Nueva York, San Petesburgo, más tarde España, en una imparable carrera cosmopolita, impulsada por el fervor de los espectadores, entre ellos Nietzsche y Tchaikovsky. La clave de ese universalismo está en la música de Bizet, una partitura que recorre todas las fibras de los oyentes hasta calar en sus tuétanos, un universo sonoro que va de los cromatismos más sutiles hasta la explosión orgiástica, como un delicado cuerpo femenino capaz de alcanzar los más apasionados éxtasis. Gracias al prodigio musical, servido por un inteligente libreto, el personaje de Carmen ha saltado a otros territorios narrativos, a escenarios hablados y de revistas musicales, a la danza, la canción popular, las artes plásticas, el cine y sobre todo el ensayo, hasta erigirse en el último gran mito moderno. ¿Quién es Carmen hoy? Todas las que ha sido con anterioridad y la posibilidad de las que han de venir. Es la nueva encarnación de Venus, de Diana, de Pandora, de Narciso y Dionisos en su versión femenina, el eterno retorno de los antiguos mitos en un mundo, como el nuestro, que cambia vertiginosamente y necesita de referentes para no naufragar en el torbellino de la vida.
Jacobo Cortines (De Un nombre en la ópera)
Prosper Mérimée: Carmen, edición y traducción de Luis López Jiménez y Luis Eduardo López Esteve,Madrid, Cátedra, 1989, p.101.
Mario Praz: La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, versión castellana de Jorge Cruz, Caracas, Monte Avila, 1969, p.214.
Prosper Mérimée: ob. cit., p.134.
Charles Davillier y Gustavo Doré, Viaje por España, Madrid, Miraguano Ediciones, 1998, Vol.I, p. 343.
Ibib., p. 443.
Ibid., p.113
Prosper Mérimée, ob. cit. p. 180.